HUBO UN TIEMPO

Hubo un tiempo para recordar. Hubo un tiempo que se guarda en la memoria sin necesidad de esfuerzo, que viene solo sin que lo llamemos, sin motivo aparente. Hubo un tiempo de hace 10 años donde unos soldados vivieron una historia que no es solo suya, sino que es de todos. Hubo un tiempo…

Ese día la patrulla la hacen a pie. Estuvieron caminando unas horas con todo el equipo individual, el armamento, el agua, la comida. El viento soplaba directamente del collado, pegándose al suelo. Parecía más tierra que aire. Pero una unidad de montaña está acostumbrada a las marchas a pie y a hollar desniveles para ganar altura y colocarse sobre el enemigo en posición de ventaja.

Desde la cota se divisan los caminos; y ese 26 de septiembre los soldados de montaña tenían la misión de proteger un camino por el que los zapadores españoles pasarían en dirección a los puestos avanzados de la policía afgana en Sang Atesh. El frío no tardaría en llegar y los zapadores comenzaban a acondicionar las posiciones avanzadas.

Hay lugares donde el tiempo es sol, el tiempo es viento, el tiempo es lluvia, el tiempo son nubes, el tiempo es tierra. Hay lugares para recordar siempre, porque el tiempo coge forma y vuela o se arrastra en función de los sentimientos que se viven y no de los sentidos que lo albergan.

El jefe de pelotón ha desplegado a sus soldados y, cuerpo a tierra, se dividen los sectores de vigilancia. La soldado Lloret tiene a su derecha al conductor, Pulido, y este a Llamas, el tirador de MG4. A su izquierda, están el sanitario Villalba y los demás componentes del pelotón. Cada 30 minutos se turnan para descansar, sin dejar de estar cuerpo a tierra, pero liberando los sentidos, que son más humanos que los sentimientos y se cansan antes.

Justo cuando acaba el descanso de Ángela Lloret, comienzan los disparos. Se oyen silbidos de través y rebotes que suenan como una nota aguda de guitarra, pero que dejan sobre la tierra una pequeña humareda de arena y un rastro en el camino. No les disparan desde una única posición, sino desde dos lugares diferentes que se cruzan. Los insurgentes saben a qué juegan y qué quieren conseguir. Pero esa tarde se han tropezado con soldados de montaña, que también saben que la geografía conforma las almas y que no hay geografía como la que endurece su cuerpo durante toda su vida en los Pirineos.

Aguantan duro y responden al fuego con hielo, una y otra vez. Pero en un momento determinado, Ángela escucha dos palabras que le hacen girar la cabeza: «¡Hombre herido!». Ha escuchado a Pulido gritar esas dos palabras, y cuando mira a la derecha ve cómo Llamas se incorpora un poco y cae hacia atrás, no sabe si ha pretendido clavar al suelo más la raíz de sus pies o alzar un leve vuelo. Ángela repite la frase: «¡Hombre herido!», para que todas sus letras lleguen al sanitario y a su jefe de pelotón, el sargento Polo, que, en cuanto los remueve la voz de sus compañeros, corren en ayuda de Llamas. El resto del pelotón solo piensa en responder al fuego y en proteger a sus compañeros de los disparos enemigos.

Los insurgentes, resguardados en sus posiciones y recibiendo duro fuego de los soldados españoles, esconden sus cabezas, lo que facilita que el herido tenga las atenciones necesarias antes de que pueda ser evacuado. Las áridas ametralladoras españolas han aprendido a luchar en las tierras afganas y están haciendo bien su trabajo.

Villalba le hace los primeros auxilios a Llamas usando el “Celox”, unos polvos que les han comentado que paran grandes hemorragias en cuestión de segundos, pero que nunca habían probado ni ganas que tenían de hacerlo. «¿Cómo va a parar eso un chorro de sangre en cuestión de segundos?» Pero, por fortuna, la demostración empírica que nunca querían verificar se muestra favorable y los gránulos de Celox se amoldan a la forma de la herida para ejercer una gran presión sobre esa fuente que no para de manar.

El siguiente paso es trasladar al herido, pero los helicópteros no pueden tomar tierra en su posición, así que el teniente Romay, jefe de la sección, llama a Ángela y a Villalba y les encomienda trasladarlo hasta la zona de aterrizaje de los helicópteros. Llamas, dentro de lo que cabe, puede andar y, creciendo al aire con la ayuda de Ángela y Villalba, se dirige a la zona de evacuación. Los tres andan repartiendo al viento adrenalina como si fueran palabras que relatan su aventura. Mientras bajan la cota y ven el helicóptero, divisan a compañeros de otra sección que los están esperando. Allí tumban a Llamas en la camilla y lo dejan en manos de los sanitarios del helicóptero. Por fin está en buenas manos.

Pronto, oyen por radio que deben subir a reunirse con su pelotón. Y allá que vuelven, porque ahora piensan más tranquilos los sentimientos y razonan más suaves los sentidos, pasó el combate y su compañero está a salvo. Estamos a principios de 2011. Es Afganistán. Es Sang Atesh.

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