Un militar fuera de lo común: en tiempos de pandemia.

Comandante Eugenio Barrejón.

Texto: Norberto Ruiz Lima (Madrid)

No toda memoria aguanta el paso del tiempo, sobre todo porque el tiempo, de verdad, no se mide en segundos ni minutos ni horas ni siglos, estos pasan y desaparecen. El tiempo de verdad se mide por los hechos que han ido acaeciendo y por las circunstancias que los envolvieron y, sobre todo, por quienes los fijaron en papiro, pergamino o papel. Por eso, a veces, la memoria no juega sus cartas con justicia; posiblemente, porque se basa o en el arte tutelado o en intereses que reclaman mucho más los favores presentes que beneficios futuros para la Historia.

De una de esas historias, casi desvanecida en la memoria colectiva, vamos a hablar en este artículo: «Un militar fuera de lo común».

Nadie ignora que, no hace mucho, hemos vivido tiempos de pandemia; tiempos muy difíciles a los que toda la sociedad, el Ejército también a su servicio, se ha enfrentado descubriendo el verdadero nombre de una enfermedad que nunca sospechó de su existencia hasta que pintó oscuro sobre el papel blanco de la vida. Pero, lo que sí se ha perdido en la memoria es que hubo otras pandemias mucho más feroces, mucho más crueles, con porcentajes de muertes casi infinitas contra las que se luchaba con ínfimos medios y mucho valor. 

Esta es la historia de Eugenio Barrejón

Se llamaba Eugenio Barrejón Eguiluz y había nacido en Navarra en el mes de febrero de 1804 e ingresado como soldado en las filas del Ejército en 1823. Con el empleo de capitán, obtenido en 1843, estuvo destinado en el Regimiento de La Unión, del que en 1849 pasó al de Astorga y en 1854 al de La Albuera. Pues sí, un soldado español del siglo XIX que pasó por todas las vicisitudes de la época, incluidas las guerras carlistas, y encima se enfrentó en Alicante a dos epidemias que arrebataron la vida a casi un tercio de la población de la ciudad.

En septiembre de 1854, una epidemia de cólera sin precedentes, probablemente llegó al puerto de Alicante embarcada, comenzó a hacer sus estragos con ese carnívoro silencio que multiplica su extensión con la sorpresa hasta tal punto que el gobernador civil de Alicante Trino González de Quijano fallece mientras lucha contra la epidemia de cólera que asolaba a toda la población, con más de 18 000 contagios que se extendieron posteriormente a toda la provincia. Muerto el gobernador civil, Eugenio Barrejón da un paso al frente con una población diezmada por las muertes y las huidas hacia tierras menos contaminadas, asumiendo el cargo con carácter interino. Por algo sería cuando le dieron ese mando en esas circunstancias.

El trabajo que realizó para erradicar la epidemia le valdría el reconocimiento de toda la ciudad.

Pero nuestro militar, que no había escatimado esfuerzos en el servicio a la sociedad, continuó disciplinadamente en otros destinos. En 1855 obtuvo el empleo de segundo comandante y destino en el Provincial de Alicante, del que fue trasladado al Cuadro de Reserva de Sevilla y seguidamente al Provincial de Valencia y de éste regresó al de Alicante, en el que en 1861 fue ascendido a primer comandante. Sirviendo en este último destino, tomó parte en la captura del general Ortega Olleta que el 1 de abril de 1860 desembarcó en Tarragona para proclamar rey a Carlos Luis de Borbón, durante la guerra carlista. En 1862 se le concedió el retiro por edad para Alicante con el sueldo mensual de 1440 reales.

Pero, a veces, las guerras y las pandemias, no se puede olvidar esto, tropiezan más de una vez en los mismos lugares y con la misma gente; y los soldados tienen más probabilidad que nadie de que esto ocurra. En 1870, Alicante volvió a ser atacada, pero esta vez por la fiebre amarilla; rápidamente, se formó un nuevo ayuntamiento, y sabiendo su alcalde, Eleuterio Maisonnave, la experiencia adquirida por Eugenio Barrejón durante la epidemia de cólera de 1854, le cedió su bastón de mando durante el tiempo necesario para hacer frente a una pandemia tan mortal que nuevamente la población quedó diezmada.

Y de nuevo organizó la defensa, preparó la lucha, enterró con sus propias manos a los fallecidos, para hacerse de nuevo acreedor del favor del pueblo. Vivía para servir; y este navarro se hizo alicantino para siempre. Falleció soltero en Alicante el 4 de febrero de 1878. El entierro fue presidido por el brigadier gobernador militar, al que acompañó la oficialidad de la Plaza fuera de servicio, la Música de la Beneficencia y un piquete de honor del Ejército.

Poseía las Cruces de las Órdenes de San Fernando, Isabel la Católica y Carlos III. La ciudad le levantó en 1884 un monumento por suscripción popular, obra del escultor Antonio Yerro, que se situó en el antiguo Paseo de la Reina Victoria.

A su muerte, ésta fue la esquela que apareció en los periódicos:

«Gratitud por el mucho bien que le dispensó al pueblo en días de grandes tribulaciones». 

Deja un comentario