100 AÑOS DE LA GESTA DEL «ALCÁNTARA»

EL ÚLTIMO CONVOY A IGUERIBEN

Texto: Norberto Ruiz Lima / Madrid

Pintura: Augusto Ferrer-Dalmau

Ilustración: Esteban

El soldado de Intendencia Antonio Doménech, desde el 7 de junio, ya ha hecho varios convoyes a Igueriben con su mulo, al que siempre llama por su nombre, y que le ha dado más de un dolor de cabeza cuando se encontraban bajo el fuego rifeño que atosiga al viento desde las lomas. La aguada siempre es muy necesaria, pero ahora los sitiados de Igueriben, que no pueden salir a por ella, la necesitan más que el aire. Le pasa el cepillo y la rasqueta y le coloca la manta.

El animal, hoy, está más nervioso que de costumbre; y no va a dejar con facilidad que le pongan la almohadilla y el baste sobre su lomo; porque sabe que va a Igueriben y cuánto va a costar llevar las cubas de agua hasta la posición bajo el fuego enemigo; y se ha puesto muy bravo.

Los soldados Gervasio Fernández y Francisco Molina también se ven las caras con sus mulos a la hora de apretar las cinchas, pues hinchan sus vientres como globos que quieren llegar a la luna. Nadie ignora que hoy, 17 de julio de 1921, será un día diferente. Será el día del último convoy que va a conseguir llegar a la posición de Igueriben. Pero los animales lo saben mejor que nadie. El soldado Doménech apareja bien la tarria, para evitar la caída de la carga por los cuartos traseros, y el pretal, para asegurar los vaivenes durante las cabezadas por los difíciles riscos que les esperan. Por último, ajusta la carga con los ganchos.

A las 14.00 horas del día 17 de julio, la columna con el comandante Juan Romero López a la cabeza sale con destino a Igueriben. Con los víveres y aguadas van soldados de Intendencia de la 5ª Compañía montada, el alférez de Intendencia Enrique Ruiz Osuna, el sargento Ricardo Rodríguez, el cabo Antonio Sardiñas, 42 soldados, dos caballos y 22 mulos, apoyando también con mulos de unidades de Intendencia a los del Parque Móvil para transportar la munición.

El teniente Ernesto Nougués y sus artilleros han estado también preparando la carga sobre los lomos de sus animales: granadas de metralla, rompedoras y cartuchos de fusil como para cargar 41 mulos. La protección del convoy queda en manos de una columna al mando del teniente coronel Marina, del Regimiento de Infantería “Ceriñola” nº 42, formada por tres compañías, una batería de montaña; además de un tabor y los escuadrones de Regulares; donde, al mando de uno de ellos, el capitán de Caballería Joaquín Cebollino von Lindeman escribirá ese día con audacia su propia historia.

Desde Igueriben ven el polvo que levanta la columna; desde Igueriben, adivinan la deseada agua que traen los mulos en barricas tapadas con lonas; desde Igueriben ven cómo un convoy, el último convoy de Igueriben, serpentea para instalarse en la infinita memoria. Desde Igueriben.

Nada más salir de Annual, la columna empieza a recibir fuego rifeño y el comandante Romero es alcanzado por disparos de un tirador que lo ha localizado entre el polvo que levantan los cascos de los animales. El hostigamiento se recrudece y la Caballería que protege la columna comienza a cargar sobre el enemigo para asegurar la progresión. El capitán Joaquín Cebollino von Lindeman de­sata la maniobra y pide a sus regulares, a su escuadrón de Caballería, que desenvainen sus sables y apresten sus fusiles demostrando cómo la fuerza de sus caballos, como un vivo impulso, recorre el cuerpo de los jinetes hasta llegar a la punta de sus sables y acabar con esas cercanas gumías, que esperan a la columna a ras de suelo, haciéndolas huir. Por todos lados silban disparos, y su sonido, que conocen tan bien, penetra en la tierra. El capitán sabe que sus 60 regulares del Tabor de Caballería del Grupo de Regulares Indígenas de Melilla nº 2 llevan el nervio de sus caballos en la sangre y podrán empeñarse, sin más freno que el de sus propias riendas, en el combate con el enemigo, permitiendo la progresión de la columna y asegurando al convoy por los escarpados riscos rodeados de enemigos, que superan los 1.500, muchos de los cuales caerán en ese combate. Los rifeños, ante las acometidas de la Caballería, asemejan movimientos de nubes que mueve el viento abriéndose en el espacio y en el tiempo, un espacio de 3 kilómetros, que es lo que separa al convoy de Igueriben.

Por todos lados suenan disparos, y los soldados de Artillería e Intendencia, con su valioso material embastado en los lomos de sus mulos, a los que estiman como si fueran su sangre, tienen que luchar no solo contra un enemigo que les dispara constantemente, hiriéndolos a ellos y a los animales, sino también con la dificultad de mantener fijos en el camino a los mulos, que ya entienden tanto como ellos de la guerra. Los soldados de Intendencia y Artillería han vivido demasiadas veces esa situación con las manos atadas a las riendas de sus animales para que no se desboquen. A veces, echan de menos el poder entrar en combate con las manos libres para empuñar sin dificultad un fusil o su bayoneta; a veces, sienten que su posición es la más indefensa; pero comprenden que sin sus preciados mulos toda defensa y todo ataque están perdidos; y, sin remedio, deben cambiar sangre por agua y municiones. Por eso, entienden que ellos tienen que pelear con las manos atadas. Por eso, ellos han aprendido a gobernar a los mulos con una sola rienda, y estos a conocer bien la mano que los lleva.

El fuego es continuo y silban las balas por el camino. Los rifeños han tomado la Loma de los Árboles y desde allí les disparan auténticas andanadas de fusil. Los mulos reciben los tiros con un estoicismo casi franciscano. El soldado Doménech ha sido herido y ha visto cómo han alcanzado varios impactos a su mulo, atravesando una de las cubas de agua. Espera que el atalaje haya protegido en lo posible a su animal. El alférez Enrique Ruiz no para de arengar a sus intendentes y, pistola en mano, se defiende. Todos hacen fuego hacia los cerros desde donde les disparan.

Los artilleros demuestran de qué pasta están hechos cuando de tirar de sus mulos al combate se trata. El teniente Nougués ha perdido su caballo de un disparo; rápido se levanta y se lanza con sus artilleros a recoger varias cargas de munición que han caído por la pendiente al ser abatidos los mulos. Sin dudarlo, los artilleros José Luque, Juan Muñoz, Antonio Morillo y José Sánchez bajan a por la munición —varias cajas de granadas rompedoras y cartuchos de fusil— y la recuperan.

Todo el convoy y su protección se encuentran inmersos en un combate infinito, que para ellos es un laberinto de ataques, disparos, cargas, acometidas, dureza, mano de acero para gobernar a los mulos, y de tiempo; que el tiempo conforma las circunstancias, y ese 17 de julio de 1921 las construyó con mármol para que los nombres de tantos valientes volasen sobre la Historia.

El capitán Joaquín Cebollino von Lindeman divide el escuadrón y, maniobrando, llega hasta la entrada de la posición, ordenando a siete de sus centauros que desmonten, abran las alambradas y separen los sacos terreros que obstruyen la puerta para que el convoy —soldados y mulos que están recibiendo fuego por todas partes— pueda acceder más rápido por esa boca estrecha que forma la entrada de Igueriben. Rápido, quitan los obstáculos bajo una lluvia de disparos enemigos, mientras desde la posición los apoyan disparando con ametralladoras hacia los atacantes. Resuelto, el teniente Ernesto Nougués atraviesa la entrada seguido por sus artilleros y los mulos supervivientes del combate con su preciada carga. Tras él va el artillero Francisco Abellán tirando de su mulo, luego Daniel Martínez y Antonio Morillo, hasta entrar todos los artilleros. Lo mismo hacen el alférez Enrique Ruiz Osuna y sus soldados de Intendencia, sin dejar de recibir fuego y defendiéndose como leones a las puertas del infierno. El soldado Antonio Doménech está herido, su mulo también, y sus cubas de agua.

Todavía bajo fuego enemigo, sin la seguridad del parapeto, los intendentes y los artilleros tienen que descargar los mulos a mano mientras reciben una lluvia de disparos, porque los animales no caben dentro de la posición. Algunos conductores besan sus cuellos sudados antes de dejarlos entre el parapeto y la alambrada, para aplicarse rápido en la defensa.

Desde Igueriben siguen apoyando la llegada del convoy mediante el fuego. ¡Ya están dentro, lo han conseguido! El teniente Nougués lleva la orden de permanecer en la posición si la salida se hace muy complicada; y junto con el alférez Enrique Ruiz Osuna, tras hablar con el comandante Benítez, deciden unir su futuro y el de sus soldados de Artillería e Intendencia al de los defensores de Igueriben. Sabiendo que «los de Igueriben no se rinden; mueren, pero no se rinden».

Pero antes de nada, antes de contar esta historia, debemos decir sus nombres, todos los nombres que tomaron parte en el último convoy de Igueriben. Todos los nombres, que recordaremos siempre. Todos sus nombres…

Documentación:

  • Igueriben, Luis Casado Escudero.
  • Memorias de Annual, Santos Escudero Cuevas.
  • Archivo familiar del teniente Córdoba.
  • Blog El Desastre de Annual, Javier Sánchez Regaña.

El pintor Augusto Ferrer-Dalmau ha donado su cuadro ¡Sangre por agua! al Museo de Intendencia de Ávila.

Un comentario en “100 AÑOS DE LA GESTA DEL «ALCÁNTARA»”

Deja un comentario